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Armajedón

El resplandor ilumina toda la ciudad y me saca del ensueño.
Una bola de fuego cruza el firmamento, de un lado hacia el otro, dejando estela.
           Crees que es el fin del mundo. 
           Apagas el motor y te sujetas del volante.

No sé qué hacer ni decir, vuelvo a cerrar los ojos y veo tu voz.
Quizá es una señal, como si la estrella fugaz quisiera que pida un deseo.
           Yo no necesito pedir nada, ¿qué más quiero desear si ya te deseo?
                      Como el cometa, una idea fugaz cruza mi firmamento.
                                ¿Y si te lo digo? 

Abro un ojo y lo giro hacia ti, que sigues conmocionada, un tanto nerviosa quizá.
Finalmente, nos ponemos en marcha.
           Cuando necesito hablar sinceramente, me funciona dormir el cerebro.
                       De reojo observo tu pierna derecha moverse,
                       alterna entre el acelerador y el freno.

–¿Sabes que yo te deseo? 

…y justo cuando comienzo a hablar, el cielo se ilumina de nuevo.
        No es el mismo resplandor, parece que acaba de amanecer.
        Se dejan ver decenas de rocas incandescentes.
        Se vuelven cientos. 
                Orillas el auto, nos quedamos sin habla.
                La cercanía de la muerte suele espantar al sueño.

Intento protegerte, pero quizá mi cuerpo sea demasiado frágil.

Primero mi brazo derecho sobre ti, luego mi torso entero
y siento tu respiración agitada cerca de mi oído.
             Sé que tienes miedo. 
             Mi mano izquierda acaricia tu cabello.
                        Empiezo a confundir
                        el calor del infierno que se vive allá afuera
                        con el calor del infierno que yo vivo aquí adentro.

–¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, que si estos fueran mis últimos momentos,
diría que tuve una buena vida. ¿Sabes que yo te deseo? 

Amanece vilmente. 

              Los dioses decidieron teñir el cielo de carmesí.
              Seguramente después le tocará a la tierra.

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