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El fin del mundo

Cuando abordé el taxi tiré de loco al chofer, que me venía contando lo que había soñado. Dijo que un asteroide se impactaría con la Tierra, en una de las islas del Mar Caribe, y un enorme tsunami lo devoraría todo a su paso. Yo no le creí, pero al ver su preocupación decidí decirle que sí, que teníamos que advertirle a nuestra familia y a quienes pudiéramos. Continuó hablando sobre la energía, Dios y otras tantas tonterías. Yo miraba mi reloj con preocupación; en esta pequeña ciudad sólo tomas taxi cuando tienes prisa, pero ellos parecen no entenderlo.

De pronto una luz se impactó con nosotros. De haber sabido que el asteroide caería hoy mismo, quizá le hubiera dejado comida a mi gato, o le hubiera dicho a mi hermana que la quiero. El asteroide no era mineral, eran fierros retorcidos que asfixiaban mi abdomen. Cuando abrí los ojos, mi cuerpo yacía deshecho junto a los cristales del parabrisas. El taxista tenía razón en algo: el fin siempre estuvo cerca.

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