Mi espíritu de clase media baja wannabe media alta pugnaba por que el presupuesto para mi desayuno oscilaría entre los 50 y 70 pesos y constaría de un sándwich integral de pollo y un jugo de naranja. Pero una decisión errónea al tomar el transporte –por estar en la pendeja digamos– me dejó en una zona más allá de la avenida López Portillo, que para muchos es la línea divisoria entre dos ciudades diferentes.
Me bajé de la combi justo frente a un puesto de garnachas: “Empanadas y polcanes, $3.50” decía un letrero con tipografía irregular. Mis tripas me exigieron que me dejara de pendejadas y me obligaron a entrar al local, donde una señora que recibió mi dinero con una mano y con la otra surtió mi pedido, me dijo que eran 10.50 y que los refrescos costaban 8.50.
La gente nota cuando te infiltras en su estilo de vida. Todos miraron al chico de zapatos de vestir y cartera de piel, que además preguntaba cuál era la salsa que no picaba y dónde carajos estaba el repollo. Sin embargo, a los cinco minutos pasaba desapercibido, sólo era un tipo más que comía en un banquito de plástico mirando hacia la pared, y que de cuando en cuando le ponía más salsa a sus empanadas.
De entre todas las cosas que me pueden desagradar en este mundo, este tipo de gente me agrada: la que no se fija en que mis zapatos de vestir son de hace más de cuatro años y que no los lustré bien; en que mi cabello ya necesita un corte; en que la playera que traigo puesta la compré en un Wal Mart cuando iba en la prepa y en que mi teléfono celular es un modelo obsoleto según los estándares actuales.
Tomé mis cosas para salir del lugar y me topé de frente con un hombre sin una pierna que se debatía con sus muletas para poder abandonar el lugar. Nadie lo miraba raro e incluso alguien le ayudó. La cuenta fue de 19 pesos y algo que venir a escribir.
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