Como todos, aún recuerdo la
primera vez que tuve sexo.
Ella indecisa, yo nervioso. Ambos con deseos de fundirnos en una sola piel.
Ella indecisa, yo nervioso. Ambos con deseos de fundirnos en una sola piel.
“Siempre hay una primera vez”, me
dijo aquel hombre mientras me levantaba del suelo y volvía a su lugar el freno
delantero de mi bicicleta. Con el golpe, las micas de mis anteojos salieron
disparadas, mi brazo estaba sangrando levemente y mi orgullo sufrió una lesión
que sólo se comparaba con aquella piedrita incrustada en mi párpado inferior.
“Es la primera vez que me caigo”,
le había comentado previamente, luego de salir del estado de shock en el que caí
al unísono con mi cuerpo en la tierra húmeda. “¿Puedes caminar? ¿Vas a seguir?”,
inquirió después, asentí con la cabeza, confirmé que podía mover la pierna izquierda
y medio minuto más tarde estaba sobre la brecha nuevamente.
Atribuí lo que me había pasado a
la soberbia. Acababa de pasar por la meta luego de los primeros cinco
kilómetros del circuito de carrera, escuché a la gente apoyándome como una gran
fraternidad y eso me dio un segundo aire. Pedaleé con todas mis fuerzas y 100
metros más adelante, gracias a un mal cálculo en la ubicación de las piedras,
mi pómulo se estrellaba con la terracería.
Resonó en mi cabeza la frase, y mientras
seguía rodando pensé exactamente en las líneas que abren paso a este texto. En
todas las primeras veces hay nerviosismo, indecisión, incluso la experiencia
puede no ser del todo satisfactoria, pero al llegar al clímax las endorfinas
hacen su trabajo, y estás vivo, y te sientes vivo. Así fue la primera vez que
tuve sexo, como así fue mi primera caída en una competencia de MTB y así fue la
primera vez que me decidí a subirme a una bicicleta.
Hay algo más en lo que se
parecen: pueden volverse adictivas. Volveré a subirme a una bicicleta, volveré
a participar en una carrera, y por supuesto, volveré a tener sexo. Al menos ese
es el plan.
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